Cuando en conversaciones con parientes, amigos y conocidos sale el tema de mi profesión, la imagen que suele perfilarse del notario es la siguiente: se trata de un notario (con o), bien entrado en años, serio y distante; tiene su despacho en un edificio señorial del centro o ensanche de una gran ciudad, con un mobiliario solemne de maderas nobles; viste traje y corbata, y firma con pluma (estilográfica); es una persona de orden, conservadora y políticamente de derechas; lee los testamentos delante de todos los herederos reunidos en semicírculo en torno a su mesa.
Pues bien, frente a todo ello yo suelo contestar que en torno a un cuarenta y cinco por ciento de los notarios en activo tiene menos de cincuenta años; que un veinticinco por ciento de los notarios son mujeres y que, como en las demás profesiones jurídicas, la tendencia es a la igualación, y en las oposiciones de los últimos años el número de aprobadas supera ya al de aprobados; que por toda España hay distribuidas tres mil notarías y que se puede encontrar un notario en Mora de Rubielos, Belchite o Chelva; que en las grandes ciudades hay demarcadas notarías de barrio. Que hay notarios que se niegan por principio a llevar traje y corbata (el porcentaje de éstos es menor, pero haberlos, haylos). Que lo que más se utiliza en las notarías es el bolígrafo Bic de toda la vida; que los notarios también firmamos digitalmente y que, además de los tomos de protocolo que cubren las paredes de nuestras oficinas, hemos sido pioneros en la aplicación a nuestra actividad de las técnicas de información y comunicación y en dotarnos de una puntera estructura tecnológica.
Que el testamento en España no se lee por el notario a los herederos, como vemos hacer en las películas de otras latitudes.
Que hay notarios de todas las ideologías y tendencias, de derechas y de izquierdas. Que Blas Piñar era notario, pero que Blas Infante también lo era. Que uno de los últimos Presidentes del Consejo General del Notariado es socialista y fue Diputado y Presidente de un Parlamento autonómico. Que hasta Santiago Carrillo tenía un amigo notario, con el que contó durante el periodo de clandestinidad de la Transición (y de ahí que, según cuenta la leyenda, cuando Adolfo Suárez pretendió en 1977 funcionarizar a los notarios, Carrillo le disuadiera diciendo: “¿es que los notarios no funcionan bien?, pues déjalo estar ¿para qué quieres arreglar una cosa que funciona?” -todo muy a la española, por cierto-). Que hay notarios de CIU y del PNV, y notarios en UPyD y en Ciudadanos. Que los planteamientos neoliberales del Partido Popular suponen un grave cuestionamiento de la función notarial tal y como siempre ha sido entendida entre nosotros, y que ya se sabe, cuerpo a tierra que vienen los (supuestamente) nuestros; que encima Rajoy es registrador de la propiedad, y se nota.
Que hay notarios de todas las procedencias, que las academias de preparación de oposiciones tienen un sistema de becas, que en el sistema de selección prima el mérito personal, y que tu hijo puede ser notario sin más que un flexo, una mesa y mucha constancia, pero que difícilmente se sentará algún día en el consejo de administración de, por ejemplo, el BBVA. Que hay desde notarios del Opus Dei hasta notarios ateos.
Que la severidad y el rigor que requiere el ejercicio de nuestra función no implica que tengamos que ser unos muermos. Que hay notarios moteros, karatekas y lectores de comics. En definitiva, que el notariado es una emanación de la sociedad a la que sirve y no puede sino reflejar su variedad.
Y es de lamentar que por muchas campañas de imagen que hagamos, no logremos trasladar todo esto a los ciudadanos. Como tampoco nos decidimos a defender abiertamente, frente a otros colectivos profesionales y agentes económicos, el valor y la utilidad social de nuestra función, y lo mucho que aún podríamos hacer en el campo de la defensa de los consumidores, la jurisdicción voluntaria o la solución alternativa de conflictos.
En lugar de eso, encargamos la enésima encuesta sobre la aceptación del notario en la sociedad (que no es sino onanismo demoscópico); publicamos la enésima entrevista a algún Ministro en la revista Escritura Pública, en la que el Ministro hace grandes loas de nuestra función y del gran papel que cumplimos (y a continuación de la cual el Consejo de Ministros aprueba una nueva y demagógica rebaja arancelaria o alguna norma absurda a contragolpe de Telediario y reveladora de un palmario desconocimiento de la función notarial, como la famosa «expresión manuscrita»); o editamos el enésimo folleto de la serie Consulte al Notario con una imagen que en poco se distingue de las de la propaganda de los bancos (el mismo tipo de individuo de sonrisa franca tras una mesa tendiendo la mano y ofreciendo confianza y soluciones a unos clientes mesmerizados).
Que no hayamos alcanzado a ir más allá de esa publicidad aséptica y timorata quizá sea también culpa nuestra, que como colectivo siempre hemos preferido ser poco visibles y no llamar la atención, confiados en que con dedicarnos a hacer bien nuestro trabajo en el día a día de nuestros despachos era suficiente. Hay una conocida historia apócrifa sobre un notario que todas las mañanas abría el periódico, y la buena noticia consistía en que no se hablara para nada del notariado. Y a ello no es ajena una cierta sensación de vulnerabilidad y una suerte de mala conciencia, como si ostentáramos una situación de privilegio no del todo justificada.
Pero este avestrucismo corporativo ya no es de recibo. Lo queramos o no, somos noticia, desde por cuestiones más festivas, como las bodas ante notario, hasta por cuestiones que lamentablemente son todo lo contrario, como las prácticas indebidas de algunos notarios; o, más en general, por la inadecuada respuesta que el notariado ha dado durante los últimos años al problema de la protección del cliente bancario, y ahí están las polémicas sobre las cláusulas suelo o las ejecuciones hipotecarias. Y así, los Registradores de la Propiedad se presentan sin rubor alguno y con escaso fundamento como paladines últimos de los deudores hipotecarios, y también las asociaciones de consumidores. ¿Cuál es nuestra posición al respecto? ¿Por qué no reclamamos las reformas normativas que nos permitan ser plenamente eficaces en este punto? ¿Por qué no lo trasladamos a las autoridades y a la sociedad?
Nuestra mejor defensa es nuestro arraigo social. Nuestra justificación está en la seguridad jurídica y económica que procuramos a los ciudadanos, que tienen derecho a esperar del Notariado una toma de posición sobre sus problemas y sobre las soluciones que al respecto podemos y debemos ofrecer. Dejémonos de complejos e inhibiciones y demos de una vez un paso al frente.