Quizá os resulte familiar la siguiente situación: en un Colegio Notarial, el Decano convoca a sus colegiados a una junta informativa para tratar algún reciente revés sufrido por la corporación: por ejemplo, se aprueba una nueva rebaja arancelaria, o se produce una nueva merma competencial, o se nos imponen nuevos deberes de colaboración con la administración, que suponen una súbita y considerable sobrecarga de trabajo y son cada vez más ajenos a nuestra función.
El Decano realiza las consabidas invocaciones a la fuerza mayor y al daño cesante («no se pudo evitar», «pudo ser peor»); advierte de lo poderosos que son los registradores, y de que en este momento crítico hay que mostrar una unidad sin fisuras; o pretende que el Indice Unico «será nuestra salvación». Pese a la natural tendencia al conformismo y la aversión a la crispación que suele darse en este tipo de juntas, el malestar causado por la medida en cuestión, y el que ya llueva sobre mojado, hace que se escuchen algunas voces discrepantes, a las que el Decano y sus afines contestan con una vehemencia un tanto fuera de lugar, que no deja de causar a su vez rechazo.
Y cuando la tensión empieza a ser palpable, se levanta un notario ya próximo a la jubilación, con cuidada barba blanca, que goza de un cierto prestigio entre sus compañeros, por ser o haber sido preparador de opositores, o por haber participado activamente en el centro de estudios del Colegio. Se hace un silencio respetuoso, y desde la elevación que le dan su senectud y su prestigio, el notario recuerda a los reunidos que esta profesión siempre está a punto de acabarse, pero nunca se acaba, y rememora aquel día del año 1977 en que fueron convocados con urgencia porque salía ya la norma que aprobaba nuestra funcionarización, y al final ya veis, no ocurrió nada. Vamos, que la institución notarial es muy sufrida y lo aguanta todo, y aquí haya paz y después gloria.
Concedamos que no es probable que los notarios vayan a desaparecer de la noche a la mañana barridos por un plumazo del legislador. Es conocida la frase según la cual tres palabras del legislador pueden convertir bibliotecas enteras en basura. Y si no puede hacer lo mismo con la función notarial (al menos, no con tres palabras) es por nuestro arraigo social; del mismo modo que cambiar el sentido de la circulación vial y ponernos a todos a conducir por la izquierda teóricamente sólo requiere modificar el artículo 13 del Real Decreto Legislativo 339/1990, de 2 de marzo, pero evidentemente ello no es así, por el coste, los problemas y el incremento de la siniestralidad que supondría aplicar tal medida (amen de su discutible necesidad).
Pero de ahí a que nos conformemos o resignemos hay un trecho. Porque durante los últimos quince años venimos asistiendo a una acusada deriva de nuestra función marcada por su progresiva erosión, desvirtuación y desprestigio. Que ello sea el signo de los tiempos no obsta a que no estemos acertando a dar una respuesta adecuada, ni frente a los poderes públicos, ni frente a otros colectivos profesionales y agentes económicos, ni a nuestras propias disfunciones y problemas internos. Nos limitamos a fiarlo todo a una obsequiosa colaboración con la Administración en las más variopintas tareas y a alimentar nuestras bases de datos.
Pues bien, sin que ello suponga alinearme con ese senecto y respetado compañero, y sin que se entienda que la permanencia de nuestros problemas es la prueba de su inocuidad, lo que en absoluto pretendo, quiero hablar aquí de un libro que ha caído en mis manos hace unos días. Se trata de El Problema Profesional en la Nueva España, del notario Luis Gómez-Morán. El libro está editado en 1938, en plena Guerra Civil («¿Se puede en estos momentos históricos entretener tu atención, absorta y en suspenso por las cuestiones guerreras, con problemas de índole tan secundaria como los que me propongo plantearte?»), y examina los problemas del notariado de la época, los años veinte y treinta, en que había venido ejerciendo el autor.
Gómez-Morán se ocupa de cuestiones muy diversas: de la oposición, prueba que considera dependiente en exceso del azar, los nervios y la memoria, y que propone sustituir por una carrera notarial posterior a la de derecho, en una escuela de estudios superiores; del entonces vigente sistema de congruas, jubilaciones y pensiones; de la presencia de testigos en los instrumentos públicos, cuya supresión reclama; de la necesaria reforma del arancel; o de los problemas que plantea la competencia entre notarios, respecto de lo que propone ampliar las bases del turno de reparto de documentos y los criterios de competencia territorial.
Extraigo a continuación algunos pasajes del libro, cuya vigencia no deja de resultar llamativa.
«Artículos insertos en revistas profesionales; asambleas celebradas; comisiones constituidas; todo ello estéril hasta el momento actual, acredita un estado de impaciencia, de descontento y deseo de renovación dentro del notariado, que ha venido eludiéndose hasta el momento actual, pero que es imprescindible acometer y resolver para satisfacción interior de un cuerpo que siendo, quizás, uno de los más prestigiosos de nuestro Estado, amenaza con su descomposición si no se acude con rapidez de actuación y con energía de procedimientos a resolver los problemas que tiene pendientes».
«Porque debes saber que los temas que presento a tu consideración han sido ya muchas veces objeto de estudio, de meditación y hasta de forcejeo por parte del notariado, dividido en esta materia en dos tendencias difícilmente reconciliables: la del dolce far niente, que se deja mecer lánguidamente por la comodidad del no hacer nada y no preocuparse por nada; y la de (aquellos con) ansias, siempre renovadas, de lograr una organización más justa».
«La retribución equitativa del notariado exige, necesariamente, una revisión del Arancel o tarifas vigentes. Con sólo recordar que el Arancel tiene fecha de 6 de septiembre de 1885, esta fecha proclama que debió constituir un acto de prodigalidad del legislador de aquel entonces, o necesariamente tiene que ser inadaptable al encarecimiento de la vida en la época actual» (citando la conferencia pronunciada por Mateo Azpeitia en el Colegio Notarial de Burgos en 1930).
«Contra una elevación prudencial del Arancel notarial sólo pueden protestar los que no ven que el encarecimiento de la contratación no surge de lo que directamente afecta al notariado, sino principalmente de los impuestos a que está sujeto el instrumento público».
«No negamos que hay un reducido número de privilegiados para quienes por la fecundidad de sus ingresos no exista el problema (de la actualización del Arancel), o carezca de importancia su solución. Pero bien se dice que la excepción confirma la regla general, y la existencia de aquellos primates del notariado no excluye, antes bien prueba, la de una gran masa de fedatarios que han de vivir, y ahora más que nunca, en lucha desigual, y en ocasiones desesperada, contra las circunstancias hostiles en que desenvuelven sus funciones públicas. Seguramente la visión de esos privilegiados de la carrera, y la humana tendencia a generalizar todas las cosas espectaculares, ha llevado al ánimo público la opinión que se tiene respecto a la prosperidad del notariado».
«La falta de decoro de un grupo de malos compañeros ha convertido en comercio el ministerio de la profesión. Y tanta culpa como al notariado incumbe en este sentido a las Juntas Directivas de los Colegios, verdaderos fisiócratas de profesión, para quienes todo marcha bien en cuanto no se les interrumpa la languidez del sueño que descabezan en las poltronas de sus cargos».
«Aún los mismos héroes de la profesión, los que todavía no han prevaricado, están a punto de desfallecer, viendo cómo la intriga y la impureza de procedimientos triunfan sobre la corrección y la lealtad de conducta».
«A depurar la carrera de parásitos debemos contribuir todos, como una medida de higiene indispensable para airear y solear nuestro ambiente y para recuperar un prestigio cada día más en crisis».
El autor alude en varias ocasiones a la figura del zurupeto, término en el que comprende no solo al intruso en la profesión notarial, según su acepción habitual, sino también al «intermediario, que dirige al cliente al despacho del notario… constituyéndose desde el principio en árbitro de la función notarial, por cuanto es él quien da o quita, según sus simpatías y el capricho de su voluntad».
Obviamente, este zurupeto galdosiano ha quedado hoy ampliamente superado, como proveedor de documentación a los despachos notariales, por las entidades financieras. Léanse los siguientes párrafos sustituyendo la figura del zurupeto por la del bancario:
«Al igual que no existe gran hombre para su ayuda de cámara, tampoco existen prestigios, solemnidades, misiones augustas para el zurupeto que trabaja a la sombra de la notaría, que está enterado de sus flaquezas, que especula con sus miserias y sabe que por debajo de todo el aparto externo, se oculta la codicia».
«La diferencia en el volumen de la contratación que se advierte entre fedatarios de la misma localidad, todos ellos, sin embargo, dotados de una competencia e idoneidad iguales, proceden de causas muchas veces ajenas a la profesión, y a las que no es extraño del todo el zurupetismo. Todo ello rebaja el nivel moral del notariado; encarece la vida contractual, por la interposición de mercaderes que han de vivir necesariamente del cliente; y enciende la guerra civil entre los que, debiendo tratarse como compañeros, alientan entre sí la rivalidad, mejor aún, el odio más irreconciliable.
Y finalmente: «la función (notarial) es algo más que un medio de ganarse la vida y aún de hacer dinero: es también, y muy fundamentalmente, un ministerio, con su autoridad, con su prestigio, con su crédito público, que no nos pertenecen, que nos han sido entregados en depósito y que hemos de devolver tan incólumes, tan íntegros, como en su día se nos confiaron». Pues eso. Dejemos para nuestros sucesores algo más que índices únicos y bases de datos.